La memoria y el lenguaje, ¿hasta qué punto podemos recordar y cómo recordamos?
El lenguaje escrito es un reto cuando quiere parecerse a la realidad. Patricia de Souza, cuya última novela (Verguenza, Casa de Cartón Madrid, 2014) trata del tema de la memoria de clase, de la memoria individual en tanto que mujer, reflexiona sobre el tema.
Tener que escribir no es algo sencillo, no. Escribir es asumir la responsabilidad de hacerlo, es como si una escritura (marcas), que están inscritas en alguna parte de nuestra memoria, desearan hacerse visibles, empujando por salir convertidas en un objeto, un libro. Estamos en un tiempo en que muchas cosas han cambiado para el común de las personas, las nociones de espacio y tiempo, el espacio geográfico es ahora mucho más subjetivo y tirano. Las redes sociales los han ampliado ad infinitum, el mundo parece vasto y pequeño. Yo creo que no estamos tomando en cuenta este aspecto, la disposición del texto (y de su duración al ser leído, el tiempo que se le pueda dedicar), es también una nueva medida de tiempo con la que cada persona acepta recorrerse : se ve recortada, impelida al diálogo corto, ausente, obligada a afirmarse en sus percepciones, no sé si más autónoma, pero sí más cerrada sobre sí misma. Más autocentrada. El poder adquisitivo se hace concreto en la capacidad de rodearse de todos estos dispositivos que crean redes virtuales extendiendo nuestra presencia invisible donde el cuerpo está ausente.
Si Stéphane Mallarmé pensó que la escritura llegaba a sus límites (el espacio en blanco como el abismo del texto), creo que ahora deberíamos plantearnos el problema de cómo es posible recordar y de si, la memoria, como la entendíamos hasta el siglo XIX, tiene aun sentido. Recordar no es tratar de recrear muchas veces, sino juntar dispositivos, imágenes y textos que nos vienen de fuera. Y tal vez nuestro esfuerzo sea cada vez más laxo, nuestra conciencia más ociosa. La escritura que casi siempre se ha mantenido en contacto con el insconsciente, con el mundo de los sueños, está mucho más invadida por el mundo de afuera. Pienso por ejemplo cómo en este momento es casi imposible soñar (el antropólogo Marc Augé decía que en Europa la gente casi no sueña, es muy raro que alguien hable de sus sueños), es como si ese espacio, que Freud llamó insconciente se hubiera convertido en una conciencia colectiva inmediata en la que una persona, sus sentidos, no pueden alcanzan a poner un orden personal. Estamos habladoAs por otroAs más que por nuestroas propios sentidos y lenguajes. La presencia exterior es demasiado fuerte e intensa como para poder dejar que ese espacio interior, llenos de simbologías y de acomodamientos veloces con la realidad, pueda emerger. Es una tecnicidad la que funciona, y luego, la perfomance, la actuación, más que el sentido íntimo de nuestras vidas. Hace unos días le decía a un amigo que para escribir es necesario dejar que ese espacio emerja, salir de la comunicación, de lo meramente social (el uso de la palabra que no es lo mismo que el lenguaje), para internarse en el mundo de los sueños, del desorden de los sueños y dejar la puerta abierta para que los significantes signifiquen otras cosas. Creo que esto, ahora, es casi imposible. No hemos vivido nunca una época tan estandarizada y más alienada que la que vivimos. Y la lucha es feroz, violentísima, contra esa marea formateada, aseptizada que entrena y somete a las conciencias. El trabajo es casi imposible, es una botella al mar que casi nadie va a recoger porque no la ve o no tiene tiempo. Estamos encerradoas en nuestra propia imagen y no logramos salir de ella. !Nuestro pulmón es artificial!
Ahora, recordar, y tratar de recordar bien, es otra tarea. No sé cómo se puede hacer ese trabajo sin tomar en cuenta los vacíos de sentido que todo lenguaje posee, sus diferentes mutaciones, incluso, sus patologías. Es cierto que hemos vivido hasta ahora con una influencia "positivista" del lenguaje (al menos en América Latina domina esta idea), y que nos hemos hecho pocas preguntas sobre su capacidad de reflejar la realidad "tal y como es", es decir, sobre su alcance semántico. Esto nos viene desde la religión y la educación que sigue atrapada en las transacciones de poder y los monopolios en la educación y la información. ¿Qué tenemos que hacer nosotroas como escritoras en esto? Tal vez seamos las únicas personas en capacidad de desenmarañar esa larga cadena de servidumbres que crea nuestro lenguaje, empezando por nosotras, las mujeres. Por ejemplo es difícil imaginar la despersonalización que produce hablar un "cierto idioma", hablar el lenguaje de quien domina, reproducir los mismos valores. No tenemos en realidad lenguaje. En sociedades sometidas y fragmentadas el idioma divide, clasifica manteniendo las mismas divisiones sociales, los mismos estereotipos, se nutre de ellos y los convierte en capital simbólico. Es otra economía la del lenguaje, más perversa, más sutil. Todos estos "usos del lenguaje" están lejos de las necesidades y los sentimientos de aquelloAs que los hablan. Esta sensación se internaliza en el instante en que decidimos expresarnos por escrito, muchas veces es un freno para decidirse a escribir. ¿Puedo escribir como hablo? De hecho, al escribir, no podremos escribir como hablamos. La literatura vernacular reproduce el habla, la convierte en imagen de sí misma, casi la petrifica. En este aspecto no tengo las cosas claras, no me atrevería a decir qué es literario y qué no, pero sí a decir que la literatura se separa siempre de la realidad, que no devuelve nunca lo que toma si no que lo transforma y, muchas veces, lo deforma.
No recuerdo la cantidad de veces que me he oído hablando con expresiones que me despersonalizan, que no son de mi ámbito afectivo y que me han representado claramente mi desarraigo. Para escribir, tengo que inscribir la vida. De alguna manera me asalta la misma ansiedad que a Simone de Beavoir, tengo que ir registrando lo que voy viendo, pero esa tarea es más cruel cuando se desconfía del código en el que se escribe. Al hablar nuestras preocupaciones son distintas que las que nos invanden cuando decidimos que vamos a escribir. Es ahí cuando empieza el infierno.
Y es ahí donde empieza la escritura para mí.
La deuda.
Creo que escribir se hace sumamente moral bajo esta sensación de deuda, de tener que decir algo, de buscar estar cerca de una verdad, de ser honesta. Aunque la realidad sea fragmentada, la necesidad de autenticidad crea un vínculo apasionado con el lector o la lectora, lo convierte en un valor absoluto, alguien a quien se le debe entregar todo.
La escritura es el primer síntoma de la separación del grupo, de la separación de la madre y la ruptura con la autoridad paterna. Si el lenguaje no refleja la realidad, se convierte en un problema, se hace sujeto. El problema más grave en nuestro tiempo es la representación, el "cómo" nos vamos a representar las cosas, la lucha contra las colonizaciones de conciencia para salir de los "sociolectos" (formas de hablar populares) y pasar al "idiolecto", forma de hablar particular. El estilo no es solo una cuestión de forma, es una posición política y moral.
Hablar el idioma de la dominación, de la mayoría, no significa hablar en el idioma de la mayoría, sino "de una forma de hablar de esa mayoría" que se impone en el mercado con su marca de prestigio y todo la perversidad de nuestra sociedad de consumo. La escritura es la lengua de las minorías, de la neurosis de la identidad como mujer, como sujeto, de su casi inexistencia.
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